El apagón

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 El pasado lunes 28 de abril, millones de personas experimentaron una situación inusual: el apagón energético masivo acompañado del corte de comunicaciones.

En cuestión de minutos, el acceso a internet, redes sociales, medios de comunicación y hasta líneas telefónicas quedó interrumpido.

Este evento no solo generó confusión y ansiedad colectiva, sino que también puso de manifiesto cuán dependientes nos hemos vuelto de la conectividad constante.

Desde una perspectiva psicoanalítica, esta experiencia representa mucho más que una simple incomodidad: es una confrontación directa con la falta, el vacío y la imposibilidad de sostener el lazo social de manera habitual. 

Freud, en sus múltiples escritos, insistía en que el ser humano no puede ser comprendido único sino en relación con los otros.

Nuestra subjetividad se constituye en el lenguaje, en la mirada del otro, en la interacción constante.

El yo no se forma en el aislamiento, sino como producto de un vínculo. Jacques Lacan reforzaría esta idea más tarde al afirmar que “el deseo del hombre es el deseo del Otro”, es decir, que nuestra identidad, nuestras aspiraciones, incluso nuestro sentido de realidad, están anclados en la relación con quienes nos rodean.

En este sentido, el corte abrupto de los canales de comunicación puede ser interpretado como una ruptura simbólica del sujeto con el Otro, una pérdida de aquello que nos permite sostenernos en la existencia. 

El apagón no solo afectó las rutinas prácticas —la imposibilidad de trabajar, estudiar o simplemente entretenerse—, sino que dejó al descubierto una profunda angustia frente al aislamiento.

En el marco psicoanalítico, la angustia no se produce ante un peligro concreto, sino ante la pérdida de referentes simbólicos. Al desaparecer el flujo continuo de mensajes, notificaciones y noticias, muchas personas reportaron una sensación de desorientación y vulnerabilidad.

Esta reacción no es solo tecnológica, sino estructural: el sujeto moderno, acostumbrado a estar constantemente interpelado por múltiples discursos, se encontró de pronto sin la mirada del Otro, sin el “espacio” simbólico que lo confirma como existente. 

En este contexto, es inevitable pensar en la noción de falta como motor del deseo.

En psicoanálisis, el deseo surge precisamente porque algo falta; sin embargo, el apagón llevó esa falta a un punto traumático, donde ya no se trata de un vacío estructurante sino de una carencia absoluta de contacto.

Si bien el silencio puede ser una oportunidad para el encuentro con uno mismo, cuando este es impuesto y sostenido por una fuerza externa —en este caso, el colapso del sistema energético y comunicacional—, puede vivirse como una forma de destierro subjetivo. 

Además, es importante considerar el papel del yo ideal y del ideal del yo en este fenómeno.

Las redes sociales se han transformado en espacios donde proyectamos imágenes idealizadas de nosotros mismos y, al mismo tiempo, buscamos la aprobación de los demás.

Cuando esta ventana desaparece, el sujeto se enfrenta a un espejo en blanco, a la imposibilidad de sostener su narcisismo cotidiano.

El silencio tecnológico se vuelve entonces un espejo sin reflejo, un espacio donde el yo se tambalea por falta de confirmación externa. 

Desde el punto de vista de lo inconsciente, también emergen fantasmas primarios: el miedo al abandono, a la desconexión, a no existir para el otro.

Estas angustias primitivas, que usualmente se encuentran contenidas por las rutinas modernas, afloran con fuerza en eventos como el del 28 de abril. La imposibilidad de saber qué ocurre afuera, si alguien 

intenta comunicarse, si algo grave está sucediendo sin que podamos saberlo, reactiva temores infantiles vinculados a la dependencia y la pérdida. 

Por otro lado, el corte de comunicaciones también generó una paradójica forma de reencuentro.

En muchas comunidades, se registraron escenas de vecinos conversando en la calle, familias compartiendo tiempo sin pantallas, personas que salieron de sus casas simplemente para ver si los demás también estaban “desconectados”.

Esta respuesta revela, de manera elocuente, nuestra necesidad básica de contacto humano.

Cuando el lazo digital se rompe, reaparece la urgencia del lazo corporal, del rostro presente, de la palabra dicha en voz alta.

Es decir, el ser social, aunque mediado hoy por la tecnología, sigue siendo corporal en su esencia. 

Este acontecimiento nos invita a repensar los vínculos, la dependencia simbólica de los sistemas tecnológicos y la fragilidad de nuestras construcciones subjetivas.

El psicoanálisis no busca soluciones rápidas, pero sí abre interrogantes esenciales: ¿qué nos queda cuando se apagan las pantallas?

¿Qué lugar tiene el Otro real, el cuerpo presente, en nuestra vida cotidiana?

¿Qué deseo emerge cuando se cae la red que sostiene nuestros deseos cotidianos? 

En conclusión, el apagón del 28 de abril fue mucho más que un incidente técnico.

Fue una experiencia límite que expuso las bases psíquicas de nuestra existencia social.

Nos mostró que, aunque vivamos conectados a dispositivos, lo que verdaderamente nos sostiene es el lazo simbólico con los demás.

Cuando ese lazo se rompe, aunque sea temporalmente, lo que se revela no es solo el vacío exterior, sino también el interior: la fragilidad de un sujeto.

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